sábado, 3 de enero de 2009

Cuándo debemos faltar a las cosas del Señor?

E l d e r M i cha e l J ohn U. T eh

De los Setenta, enero 2009


Un episodio de la vida del Profeta tuvo una influencia muy grande en mí cuando era joven:

“Tarde, por la noche, José se encontraba acostado,

durmiendo profundamente por el cansancio…

Momentos después, una turba enfurecida abrió la puerta de un golpe y… lo agarró;

y, cuando lo estaban arrastrando, Emma gritó…

“… Un grupo se reunió… para llevar a cabo un consejo…

Una vez que el consejo llegó a su fin,

los líderes de la turba dijeron que no lo matarían,

sino que lo desnudarían, lo azotarían y lo dejarían con la piel desgarrada…

Lo amenazaron con una palmeta maloliente por el alquitrán que tenía

e intentaron metérsela a la fuerza por la garganta…

“Luego que lo hubieron dejado, José intentó levantarse,

pero se volvió a caer por el dolor y el agotamiento.

Sin embargo,

logró sacarse el alquitrán de la cara para poder respirar bien…

“José, después de conseguir algo que lo cubriera,

entró en la casa y pasó la noche limpiándose y curándose las heridas…

“La mañana siguiente, por ser el día de reposo,

la gente se reunió a la hora acostumbrada para la adoración.

Entre ellos se encontraban algunos de los integrantes de la turba…

“Con el cuerpo todo amoratado y lleno de cicatrices,

José asistió a la reunión

Y se paró ante la congregación,

enfrentando con calma y valentía a las personas que lo habían agredido la noche anterior.

El sermón que dio fue impactante,

y ese mismo día tres creyentes fueron bautizados en la Iglesia” 1.

No puedo siquiera imaginarme el dolor y el malestar que debe de haber soportado el profeta José.

Tenía razones de sobra para no predicar a la mañana siguiente;

sin embargo,

ni ésta ni otras experiencias similares o de consecuencias peores le hicieron faltar a sus responsabilidades.

¿Cómo entonces,

podemos nosotros justificarnos si no cumplimos con nuestras obligaciones

por causa de una incomodidad o un obstáculo menor?

A medida que nuestra dedicación y fe aumenten,

estaremos más cerca de nuestro Padre que está en los cielos.

“Entonces invocarás, y te oirá Jehová; clamarás, y dirá él: Heme aquí” (Isaías 58:9).

“…entonces tu confianza se fortalecerá en la presencia de Dios;

y la doctrina del sacerdocio destilará sobre tu alma como rocío del cielo.

“… y sin ser compelido fluirá hacia ti para siempre jamás” (D. y C. 121:45–46).

lunes, 15 de diciembre de 2008

Mirad a vuestros

Pequeñitos

Por el presidente Gordon B. Hinckley

El presidente Brigham Young

dijo una vez:

“Todo niño ama las sonrisas de su madre,

pero odia sus entrecejos.

Recomiendo a las madres que no permitan

que sus hijos se entreguen a cosas malas,

pero que al mismo tiempo los traten con ternura”

(Enseñanzas de los Presidentes de la

Iglesia: Brigham Young,1997, pág. 357).

Y añadió:

“Críen a sus hijos en el amor y el temor del Señor;

evalúen su disposición y su temperamento y

procedan de acuerdo con éstos,

y nunca se inclinen a reprenderles en medio del enojo;

enséñenles a que les amen y no a que les teman”

(Enseñanzas, pág. 182).

Claro que dentro de la familia

existe la necesidad de disciplinar a los niños.

Pero la disciplina severa,

la disciplina cruel,

lleva inevitablemente, no a la corrección,

sino al resentimiento y a la amargura;

no cura nada, sino que sólo agrava el problema

y destruye en vez de edificar.

El Señor,

al dar a conocer el espíritu con que se debe

gobernar Su Iglesia,

también ha dado a conocer el espíritu

con que se debe gobernar el hogar,

con estas maravillosas palabras de revelación:

“Ningún poder o influencia se puede ni se debe

mantener...

sino por persuasión, por longanimidad,

benignidad, mansedumbre y por amor sincero;

“...reprendiendo en el momento oportuno con severidad,

cuando lo induzca el Espíritu Santo;

y entonces demostrando mayor amor hacia el que has reprendido,

no sea que te considere su enemigo;

“para que sepa que tu fidelidad es más fuerte que los

lazos de la muerte”

(D. y C. 121: 41, 43–44).

Milagros modernos

Milagros modernos

Presidente Thomas S. Monson





Hace casi 50 años conocí a un muchacho, un presbítero,

que poseía la autoridad del Sacerdocio Aarónico.

Siendo yo su obispo, era también su presidente

del quórum. Ese joven, llamado Robert, era tartamudo;

no tenía ningún control.

Tenía complejo de inferioridad, era tímido, tenía miedo de sí mismo y de la gente,

y le abrumaba sobremanera el impedimento

que tenía en el habla.


Jamás cumplió una asignación;

nunca se atrevía a mirar a nadie a los ojos;

siempre se le veía cabizbajo.

Mas un día,

tras una serie de circunstancias poco comunes,

aceptó la asignación de ejercer

su responsabilidad de presbítero para bautizar a otra

persona.

Me senté a su lado

en el bautisterio

del sagradoTabernáculo.

Él llevaba ropa de blanco inmaculado y

estaba listo para la ordenanza que estaba a punto de

llevar a cabo.

Le pregunté cómo se sentía.

Con la cabeza gacha y tartamudeando al punto de que su habla era casi

incoherente,

me dijo que se sentía terriblemente nervioso.

Juntos oramos fervientemente a fin de que pudiera

cumplir con su deber.


Entonces, el que oficiaba leyó las palabras:

“Ahora, Nancy Ann McArthur será bautizada

por el hermano Robert Williams, presbítero”.

Robert se alejó de mi lado,

se metió en la pila,

tomó a la pequeña

Nancy de la mano y la ayudó a entrar en el agua

que limpia la vida del ser humano

y proporciona un renacimiento

espiritual.

Elevó entonces su mirada como hacia los cielos,

y manteniendo su brazo derecho en

forma de escuadra,

pronunció las palabras:

“Nancy Ann McArthur,

habiendo sido comisionado por Jesucristo,

yo te bautizo en el nombre del Padre, y del

Hijo, y del Espíritu Santo”.



No tartamudeó ni una sola vez;

no titubeó; no vaciló;

se había manifestado un milagro moderno.